«¿Dejarán dormir a Benjamín?»

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La búsqueda de su hijo Benjamín convirtió a su madre, Cristina Bautista, en parte del movimiento de protesta más grande de México. Ha sacudido al país como ninguno antes.

Por Flurina Dünki 
Traducción:

«Me dieron nauseas, sentí que me desmayaba. Le pedí a Dios que me diera fuerza para no caerme.» Cristina Bautista describe el momento en el que le avisaron que habían encontrado a Benjamín, su hijo, en una fosa común con 28 cadáveres. Todos con signos de tortura, todos carbonizados.  

 

Más de una semana aguantó en la Normal en Ayotzinapa, antes de tener noticias sobre su hijo de 19 años de edad. Junto con los padres cuyos hijos estudiaban en el mismo lugar, en la localidad de Tixtla, en el estado de Guerrero, a cinco horas en camión del pueblo donde vive Cristina Bautista. Ellos también estaban desaparecidos desde esta noche, el 26 de septiembre de 2014.

«Empecé a llorar y a gritar: «No puede ser! Los quemaron? Y eran 43 nuestros hijos, ¿dónde están los demás?  Entonces me dieron nauseas. Me paré de un salto y corrí al baño.» Lo que la madre de Benjamín consideró como el final de una búsqueda, en realidad fue sólo el principio. Porque la noticia del hallazgo de los estudiantes que le dieron a ella y a los otros padres de familia era una mentira. Ninguno de los cadáveres era uno de sus hijos desaparecidos.

«El último día que lo vi, fue el 15 de septiembre 2014, su primer día en la Normal. Se fue del pueblo temprano por la mañana.» Cristina Bautista, una mujer bella, de 42 años, de pelo largo rizado, cara redonda y ojos negros grandes, está parada en la estufa y voltea las tortillas. Antes de que desapareciera su hijo, las hacía por docenas, todo el pueblo llegaba a su casa en Alpuyecancingo, en la sierra de Guerrero. Allí nació. Allí se casó a los 15 años, con un bueno para nada, como dice hoy, y donde tuvo a su hijo a los 18.

Desaparecido

En la pared hay una foto de ella y de Benjamín,  ambos en sus mejores galas. El joven se había peinado con gel, llevaba mezclilla y una camisa de cuadros rojos. Ella se perdió seis años de la vida de sus tres hijos. Trabajó en los Estados Unidos para poder pagar su casa, después de que su marido los abandonara. De madrugada empezaba su turno en una ciudad costera de Connecticut en Burger King y a altas horas de la noche terminaba otro en McDonald’s. Alguna vez se quedó dormida al freír papas y se quemó. Su brazo está cubierto de diminutas cicatrices en forma de gotas.

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Cristina Bautista se enteró del ataque a su hijo y sus compañeros  hasta tres días después del crimen. «Un profesor le platicó a mi hija Mayrani, de una confrontación de estudiantes de Ayotzinapa y la policía en Iguala. De inmediato le llamamos a Benjamín,  de inmediato entró la contestadora. Empecé a llorar. Le llamamos una y otra vez – no contestó.»

Según cifras oficiales actualmente existen más de  37 000 desaparecidos. La cifra negra debe ser mucho más alta. En la mayoría de los casos los especialistas no tienen esperanza de encontrar a los desaparecidos con vida. En la sangrienta guerra del narco en México los testigos representan un riesgo demasiado elevado. Y con frecuencia un cadáver, sus heridas o el lugar donde se encontraron son aún demasiado reveladores: tiene que desaparecer.

«Mayrani decía,  «No llores Mamita. Si algo le hubiera pasado nos habrían avisado. » Luego me llamó mi hermano. En el periódico hay una lista de los estudiantes desaparecidos en esta noche. También está Benjamín. En aquel momento empecé a gritar.» Cristina Bautista tomó el siguiente camión, viajó cinco horas para llegar a la Normal en Tixtla. «Ya había muchos padres esperando allí. Todos lloraban. Había abogados enviados por organizaciones de derechos humanos que me decían que necesitaban muestras de sangre de las hermanas de Benjamín.»

Los rebeldes

«No nos disparen, somos estudiantes», se oye en los videos tomados con celular en el momento del ataque. A pesar de estos llamados, la policía siguió disparando, dice Omar García, que estaba un año arriba de Benjamín y se había escapado de la policía en esta noche. El hombre serio parece más grande que sus 24 años, cuando mira a la calle desde el café en la Ciudad de México, donde ahora está estudiando derecho. El balance de aquella noche: Tres estudiantes muertos por heridas de bala, a uno se le encontró con la cara despellejada. Otras docenas de ellos fueron secuestrados por la policía. Eran 43.

«Los nuevos», dice Omar García, «apenas llevaban dos semanas allí con nosotros.» Benjamín ya había participado en el grupo de actividades políticas. Benjamín, quien «sabía bailar como Michael Jackson.» Los estudiantes habían capturado cinco camiones y sus choferes, para dirigirse días después a la capital. Allí querían participar en las protestas con motivo del aniversario de una masacre estudiantil. De regreso al campus fueron atacados por policías uniformadas. «No recibimos dinero del gobierno cuando necesitamos camiones para los mítines, pero en la escuela nos enseñan a ser rebeldes», comenta Omar García. «Como maestros, en los pueblos ocupamos una posición de liderazgo, enseñamos a la gente a defenderse, a luchar por sus derechos a la salud, al trabajo, a un techo.

En un país en donde el 40 % de la población vive debajo del umbral de la pobreza no está bien visto por la élite política cuando se diseminan ideas rebeldes en los pueblos. El gobierno estatal recorta constantemente los fondos para la Normal y los estudiantes los recuperan a su manera. Por ejemplo, capturando a los camiones de línea.

Benjamín mismo era rebelde, estaba hecho para la Normal de Ayotzinapa. A los 14 le dijo a su madre que quería estudiar. No seguir en el circulo vicioso de la población rural mexicana, no terminar como peón. «En el mundo hay bueyes, que trabajan con su cornamenta, su cabeza, y burros, que toda la vida llevan cargas. Quiero ser buey.» No desistió de su meta, aun cuando se comprometió en realidad involuntariamente. «Se la pueden quedar, ya no la quiero », había dicho el padre de su amiga Angélica, cuando había pasado toda la noche vieja con Benjamín. Benjamín le consiguió trabajo a Angélica y se despidió de las dos mujeres. Se mudó al campus, la madrugada del 15 de septiembre 2014.   

Cristina Bautista se limpia el sudor de la frente, rodeada del olor a tortilla recién hecha, pala de cocina en mano. «Benjamín va a regresar», se decía. «Seguro se escondió en el monte, va a esperar hasta que el camino esté libre, va a regresar por terracería, el camino es largo. Va a regresar. Pero pasó una semana y otra. Y no llegó.» Los investigadores sobrevolaban la región de Iguala en helicópteros. «fue mucho después» dice, «que me enteré que todo esto era una puesta en escena para nosotros. Que buscaban donde nada había que encontrar.»

Luego les presentaron 28 cadáveres, que no eran sus hijos. La primera vez que la esperanza de obtener una respuesta y a la vez el temor de obtenerla libraron una batalla en el estomago de Cristina Bautista. Seguirían otras ocasiones. Los abogados lograron destapar el montaje con especialistas forenses. No era su primer caso en el que se presentaban hijos, hijas o esposos falsos a los deudos. En México, donde reina la impunidad, las probabilidades de aclarar un caso son de casi cero. Sólo un 0.7 por ciento de todos los delitos se resuelven, según el Índice Global de Impunidad 2017.

«Cuando pasó un mes, estaba desesperada», dice Cristina Bautista, a la que pronto, como a todas las madres de los desaparecidos le llamaban con respeto y cariño Tía. Mientras tanto cada vez mas ojos tenían la mirada puesta en Ayotzinapa. En la Normal se enseña a luchar contra los abusos. Los estudiantes de Ayotzinapa diseminaban la noticia del secuestro masivo en las calles y en redes sociales. Sin más incendiaron el palacio de justicia en Iguala. «Muchas personas nos trajeron comida y ropa », dice la Tía Cristina, que en vista de las dádivas se pregunta: ¿Tendremos que aguantar mucho tiempo aquí?»

Tuvieron que. Tienen que seguir aguantando. «El gobierno nos debe una explicación sobre el paradero de nuestros hijos », dice la Tía Cristina. Angélica también aguantó mucho tiempo, «en algún momento siguió con su vida», dice la Tía Cristina. Ya no regresó a su casa en Alpuyecancingo, para la que trabajó doble turno en los EUA durante seis años y donde antes los campesinos llegaban directamente después del trabajo a comer sopa con tortillas. Demasiadas veces tendría que bajar del pueblo en las montañas a la Normal. Para reunirse con los demás, recibir asesoría de los abogados, discutir los siguientes pasos. La cocina en la que ahora guisa y donde se amontonan las cazuelas de barro en un rincón y cuelgan los cucharones de las rejas de la venta, solo queda a unos cientos de metros del Campus.

«Puras mentiras»

«Voy a asignar a toda mi gente para buscar a sus hijos. Los encontraremos, cueste lo que cueste », les habrá dicho el entonces Presidente Enrique Peña Nieto en una audiencia. «En aquel entonces le creí», dice la Tía Cristina, «pero eran puras mentiras.»

Luego sucedió algo inesperado. Después de presenciar como la violencia en el país llegó a niveles similares a las de una guerra en solo pocos años, sin que se castigara a los responsables, el pueblo mexicano se levantó. Un sinnúmero de gente fue al centro de la Ciudad de México y se unió a las protestas de los estudiantes de Ayotzinapa. Estudiantes, marchantas, personas de las grandes residencias cuyo único contacto con la población rural había sido a través del personal de servicio gritaron a una sola voz: «vivos se los llevaron – vivos los queremos.» La explicación de las autoridades que los estudiantes de Ayotzinapa probablemente trabajaban para un cartel y fueron secuestrados por sus enemigos, solamente motivaba más a los manifestantes: «Un sinfín de veces tuvieron que escuchar que cualquiera que experimenta violencia en México tiene contactos con el crimen organizado. Estaban hartos de semejantes calumnias», dice María Luisa Aguilar, una de las abogadas de los padres. La noche de Iguala le dio 43 caras al crimen de la desaparición forzada – en representación de decenas de miles.

«Con frecuencia el gobierno criminaliza a las victimas de la violencia del estado», dice Nicomedes Fuentes. Es miembro de la Comisión de la Verdad a raíz de las desapariciones forzadas en los setentas.  «De esta manera el estado trata de mancillar la reputación de las victimas y evitar que la gente se solidarice con los familiares.»

También en Iguala la gente salió de sus casas, subió con palas a los montes que rodean la ciudad. Excavaron buscando personas  que se habían dejado de buscar desde hace mucho tiempo – a muchos los disuadieron intimidándolos. Se descubrió una fosa tras otra. En ninguna se encontró al hijo de la Tía Cristina, en ninguna a uno de sus compañeros. Pero a cambio docenas de otros hijos, hijas y esposos.

La presión pública se mantuvo. Hasta la fecha. Pero no sin cobrar victimas. «Desde la desaparición de nuestros hijos, no hemos descansado. Salieron a la calle, viajaron por el país, para difundir la noticia, entablaron demandas», dice la Tía Cristina. «Dejamos nuestras casas, nuestras cosechas, nuestras familias.» Varias veces coches blindados, que salieron de la nada intentaron sacar un camión, en el que viajaban los padres de los desaparecidos, de la carretera. Los desaparecidos no se deben encontrar. Cuando el gobierno ofreció dinero para calmar las aguas, los padres no flaquearon sino descargaron su ira después de meses de engaños y mentiras: «No quiero dinero, quiero a mi hijo», dice la Tía Cristina. «Mi hijo no es un animal que se puede vender.»

Debido a la presión se redactó la ley sobre las desapariciones forzadas que se reclamaba desde hace tiempo. Y el gobierno mexicano tuvo que permitir que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por primera vez en la historia de México, enviara un grupo de cinco expertos internacionales para realizar investigaciones. Desentrañaron las intenciones de la policía de Iguala, seducida por el dinero de la droga, y sus contratantes, cuando abrieron fuego contra el camión: Uno de los cinco camiones capturados únicamente estaba disfrazado de camión de línea y en realidad iba camino a Chicago. Llevaba escondido la cosecha de los campos de amapola de Guerrero: heroína. Una carga demasiado valiosa como para respetar la vida humana.   

Ni muertos, ni vivos

Le duele la rodilla, la Tía Cristina se siente sobre la cama, debajo de las fotos de Benjamín. «Cuando iniciamos las protestas hace cuatro años, todavía me sentía mejor», dice, «Ahora cuando camino mucho o estoy parada mucho rato me duele la rodilla.» Ella sabe: cuando la fuerza se acaba, la lucha está perdida. «El gobierno piensa que con el tiempo nos cansaremos y nos resignaremos. Pero están equivocados», dice. Ayer iba en la punta de la manifestación en la Ciudad de México. «La Tía Cristina se ha convertido en la cara femenina de la lucha de los padres por la verdad », dice José Velázquez, dirigente de la organización local Minerva Bello, que asesora a los familiares de desaparecidos en Guerrero. «Como mujer y campesina le da voz también a aquellos que por sus orígenes o género no son escuchados.» Aunque el número de los seguidores y de las cámaras se ha reducido con el paso de los años, siguen siendo suficientes para que Ayotzinapa no caiga en el olvido.

Pero la atención mundial que atrajo el caso también se utilizó con éxito en contra los padres de los 43. «Sabemos de muchas familias de otros desaparecidos, que las autoridades no trabajan en sus casos, porque primero está el caso de Ayotzinapa», dice la Tía Cristina. Con éxito: Se abrió una brecha entre los padres de los 43 y los familiares de otros desparecidos.«Nos da rabia y tristeza», dice ella, «porque nos enfrentan con otros que están buscando.»

«En abril Benjamín cumple 24 años. Mientras que nadie me pruebe que está muerto para mi sigue vivo», dice la Tía Cristina. En efecto estar desaparecido significa no estar vivo ni muerto – para las victimas como para aquellos que los buscan.  Este estado no permite el duelo. La persona que busca esta condenada a pisar la delgada línea ente esperanza y desesperación. «De noche me quedo despierta, porque me pregunto una y otra vez cómo está mi hijo. ¿Lo dejan dormir? Tiene frío?  Tiene hambre? Y así me dan las dos, tres de la mañana y sigo sin poder conciliar el sueño. Cuando me despierto mi primer pensamiento le pertenece a él, a mi hijo.»